Por Rafael Gambra
Fue Aldous Huxley, en su fábula
futurista “Un mundo feliz”, quien sugirió que lo que llamamos un axioma —es
decir, una proposición que nos parece evidente por sí misma y que por tal la
aceptamos— se puede crear para un individuo y para un ambiente determinados
mediante la repetición, millones de veces, de una misma afirmación. Para este
efecto —la génesis artificial de axiomas y de dogmas— proponía la utilización,
durante el sueño, de un mecanismo repetitivo que hablase sin interrupción a
nuestro subconsciente, capaz, durante horas, de recibir y asimilar cualquier
mensaje.
Este designio está, hoy, al cabo
de medio siglo, muy cerca de la realidad, aunque sea a través de técnicas no
exactamente iguales, como lo ha subrayado el propio Huxley en su “Retorno al
mundo feliz”.
La realización más importante en
este sentido a través de métodos de saturación mental por los mass-media ha
sido, en nuestra época, el establecimiento a escala universal del dogma-axioma
de la democracia. De esta noción —en su sentido individualista y mayoritario—
se ha logrado hacer la piedra angular de la mentalidad contemporánea. Es decir,
de lo que Kendall y Wilhelsenn han llamado la «ortodoxia pública» de nuestro
tiempo. Esta expresión significaba para estos autores, el conjunto de bases
conceptuales o de fe en que se asienta toda sociedad histórica, elementos que
son, a la vez, ideas-fuerza para sus miembros y puntos de referencia para
entenderse en un mismo lenguaje y convenir, en último extremo, en unos cuantos
axiomas y dogmas que sólo los marginados o extravagantes exigirían fundamentar.
La consolidación del dogma de la
democracia y de su axiomática ha sido, por supuesto, obra de muchos años, pero
es ahora cuando conoce su vigencia universal. Ya, a fines de los años veinte,
se daba por supuesto, en el lenguaje político español, que, a través de la
dictadura del General Primo de Rivera, era obligado «volver a la normalidad
constitucional (o democrática»). Hoy se supone para el mundo todo, desde la
Europa más culta hasta la selva africana, que sólo unas elecciones «libres» (de
sufragio universal) pueden justificar un gobierno ortodoxo. Cualquier otro
gobierno recibirá el calificativo de «dictadura» y se llamará a cruzadas contra
él, previa su denuncia universal, como violador de los «derechos humanos», que
constituyen la apelación última que en otro tiempo se situaba en el juicio de
Dios Uno y Trino. (Existen, por supuesto, determinadas tolerancias o
concesiones en gracia a la perfección universal del cuadro: el mundo soviético
o sovietizado y múltiples sultanatos árabes prescinden de toda consulta a la
«opinión pública» y les basta con auto-titularse «populares» o «democráticos»
para gozar de una suficiente inmunidad.)
No es preciso recordar que la
constelación de principios que forman la ortodoxia democrática está muy lejos
de la evidencia de los axiomas. Más aún, pienso que llegará un tiempo en el que
los hombres se asombrarán de que la gobernación de los pueblos —y la educación
en su seno de los hombres— haya estado confiada al sistema de opinión y
mayoría. Algunos de estos principios son del calibre epistemológico que puede
verse en las siguientes enunciaciones:
•
El poder nace de la Voluntad General y no reconoce otro origen o título.
•
La Voluntad General se identifica con la opinión pública en un momento
dado.
•
El voto de todos los ciudadanos tiene el mismo valor.
•
El contenido de esa opinión se expresa en los nombres de los candidatos y
de los partidos y en los slogans electorales.
•
Los partidos y sus mass-media son los artífices de esa opinión.
De donde, como corolario
obligado: las técnicas de publicidad y de influencia subliminal (el
condicionamiento de reflejos, en suma) será lo que gobierne a los pueblos.
Sin embargo, esta serie de
enormidades que constituyen la «ortodoxia pública» de la democracia ha sido
admitida incluso por la Iglesia oficial de nuestros días. Así, cuando en España
—o en cualquier otra democracia— sucede que troupes teatrales representan
espectáculos sacrílegos o blasfematorios con subvención oficial, los prelados,
en su mayoría, nada dicen, porque su intervención podría interpretarse «como
una coacción a la libertad de expresión ciudadana». Y los que protestan no lo
hacen en el nombre y por el honor de Dios, sino porque «tales espectáculos
ofenden a una mayoría católica del pueblo español». Es decir, en nombre de la Democracia y para
su defensa.
Así, también, cuando las
organizaciones tituladas católicas protestan contra la laicización de la
enseñanza oficial y contra las leyes confiscatorias (o disuasorias) de la
enseñanza privada religiosa, no lo hacen ya en razón de que la educación en
país católico debe ser católica para todos (con las excepciones debidas a los
declaradamente arreligiosos o de otras religiones). Se limitan a defender unos
escaños confesionales dentro de la gran democracia que formamos («nuestra
democracia» les oímos decir); esto es, defender el derecho de los grupos
católicos que lo deseen a poseer escuelas confesionales.
Hasta tal punto ha penetrado el
espíritu de la democracia liberal en la mentalidad de hoy y en su «ortodoxia
pública» que el declararse no-demócrata o contrario a la democracia resuena en
los oídos como en otro tiempo la apostasía expresa o la blasfemia. Muchos
católicos que rehusarían el calificativo de socialista, o de divorcista, o de
abortista —que, incluso, luchan contra estas ideas— no ven inconveniente alguno
en declararse demócratas o liberales, y militar en partidos bajo estas
denominaciones.
Sin embargo, una vez admitida la
Voluntad General como fuente única de la ley y del poder —y negada toda otra
instancia inmutable de religión con el más allá—, ¿qué lógica podrá oponerse a
la socialización de los bienes o de la enseñanza, a la ruptura del vínculo
matrimonial, a las prácticas abortistas o la eutanasia, si tales designios o
supuestos derechos figuran en el programa del partido mayoritario? La
democracia moderna, con su aspecto equívoco y aceptable es, en realidad, la
llave y la puerta para todas esas aberraciones y las que les seguirán.
Y es que, en el campo de los
males, como en el de los bienes o valores, existe una jerarquización que
podemos establecer sin más que recurrir, por vía de negación, a las Tablas de
la Ley. Así, podemos ver que la socialización de los bienes o de la enseñanza
se opone al séptimo mandamiento (no hurtar) y ataca directamente a la familia,
institución de origen divino; el divorcio se opone a esa misma institución y,
generalmente, al noveno mandamiento (no desear la mujer del prójimo); el aborto
y la eutanasia atentan contra el quinto mandamiento (no matar)...
Pero la raíz misma de la
democracia moderna se opone al primero y principal de esos mandamientos, aquel
al que se reducen los demás: «amarás al Señor, tu Dios, por encima de todas las
cosas». Propugnar la laicización de la sociedad (negarle un fundamento
religioso) y derivar la ley de la sola convención humana equivale a cortar los
lazos de la convivencia humana respecto de Dios, a negar la religión (o
religación del hombre con su Creador). Las transgresiones de aquellos otros
mandamientos pueden, en casos, ser pecados de debilidad: sólo la trasgresión de
éste es pecado de apostasía.
De aquí el martirio aceptado sin
vacilación por los primeros cristianos en la Roma imperial. Ellos disfrutaban
en su tiempo de una situación de «libertad religiosa»; es decir, no eran
condenados por practicar su culto. Un status parecido al que otorga la
democracia moderna a las confesiones religiosas, aunque con distinto
fundamento. Los romanos admitían en su politeísmo a todos los cultos y
divinidades. No hubieran tenido inconveniente en admitir al Dios cristiano
entre las divinidades del Capitolio y autorizar libremente el culto cristiano.
Pero con la condición para los cristianos de reconocer, al menos tácitamente,
el politeísmo y de adorar al Emperador como símbolo y garante de la
religiosidad oficial. Y aquellos cristianos que se mostraban en lo demás como
buenos ciudadanos, preferían el suplicio y las fieras del circo antes de renegar
de la unicidad topoderosa del verdadero Dios.
Situación semejante es la de los
católicos dentro de un país de Cristiandad ante la aceptación voluntaria de la
democracia moderna. Con el agravante de que aquí el status de libertad no se
apoya en una distinta concepción de la religión, sino en una negación de ésta,
de toda religión, que pasa a considerarse como asunto privado u opinión. No es
ya una religión falsa, sino un antropocentrismo o culto al Hombre. Hoy no hay
que reconocer como dios al emperador sino a la Constitución. Ciertamente que en
la democracia no se exige de modo tan rotundo ese reconocimiento bajo forma de
adoración, y el caso se presta a interpretaciones o «arreglos de conciencia».
Pero para quien esa aceptación no sea obligada ni formularia, sino acto
voluntario a través de la adhesión al sistema o a un partido, el caso es
objetivamente más grave que para los cristianos de Roma.
Tales reconocimientos se oponen
también a las dos primeras peticiones que formulamos en el Padrenuestro, la oración
que el propio Cristo nos enseñó: «santificado sea tu Nombre; venga a nosotros
tu Reino». El demócrata liberal las sustituye implícita (o explícitamente) por
«eliminado sea tu Nombre; venga a nosotros la secularización, el reino del
Hombre». Y se oponen, en fin, a las dos últimas enseñanzas que Jesucristo
Nuestro Señor nos dejó en su vida mortal antes de ser conducido al suplicio:
cuando ante la autoridad civil (Pilato) y ante la religiosa (Caifás) afirma la
Verdad y la autoridad de origen divino.
La democracia liberal se presenta
así, bajo su verdadera luz, como la frontera del mal; aquella línea de
demarcación que, traspasada, nos sitúa fuera de «los que pertenecen a la
Verdad»; es decir, en el reino de los que, por aclamación popular, obtuvieron la
muerte de Cristo. El reino en que no se habla ya de verdad ni de autoridad,
sino de opinión y de pueblo. En el que los creyentes en El sólo pedirán unos
escaños en el seno del pluralismo laicista para vivir tranquilamente su fe
sobre una apostasía inmanente.
Pero acontece que la negación de
Dios acarrea como corolario inevitable la negación del hombre: ¿Qué podrá
construirse en la ciudad humana sobre la arena movediza de la opinión y del
sufragio? ¿Qué dejará tras de sí la sociedad democrática en la que el hombre
sólo se sirve a sí mismo? Eliminado de raíz el Fin Supremo y la re-ligación con
Él, ¿Cuánto durarán los fines subordinados y una vida que no conduzca al
marasmo del hastío y de los vicios acumulados? Es ya la sociedad que tenemos
ante nosotros, eminentemente en los países más desarrollados económicamente: la
sociedad en la que sobran los medios de vida, pero falta una razón para vivir.
«Los pueblos, las civilizaciones
—se ha dicho—- son como unos extraños navíos que hunden sus anclas en el Cielo,
en la Eternidad». La democracia liberal está consumando la ruina de nuestra
civilización y, por contagio, de toda otra civilización. Porque la civilización
cristiana (o clásico-cristiana) no ha sido sustituida por otra, sino por una
anticivilización o una disociación que, si pervive, es a costa de los restos
difusos de aquella cultura originaria, de aquel —hoy combatidísimo— orden de
las almas.
Se evidencia así que ninguna
concepción del orden político puede resultar más letal o aniquiladora para la
comunidad humana que la democracia moderna o «sociedad abierta» (open society).
Postular una sociedad sin fe y sin principios, sin normas estables, neutra,
carente de puntos de referencia, dependiente sólo de la opinión pública y de la
utilidad del mayor número, es como abrogar la disciplina de un navío, olvidar
su nimbo y el orden de las estrellas, abandonarla a la deriva. ¿A dónde se
dirigirá tal navío? ¿En qué lenguaje se entenderá su tripulación? ¿Cómo capeará
las tempestades? ¿Qué justificará su misma unidad y su existencia?
Cuando, por ejemplo, el
Presidente de la República francesa —o de cualquier otra democracia moderna—
apela al heroísmo de la Legión para resolver un conflicto armado grave, ¿en
nombre de qué lo hace? ¿Con qué derecho? Si nada existe fuera del interés de
los ciudadanos y de la opinión mayoritaria, ¿cómo exigir a hombres jóvenes que
entreguen todo lo que poseen, su vida? Sólo por un recurso inmoral a normas,
creencias y valores permanente, que la propia democracia niega, podrá recurrir
a tales medios de coerción y de supervivencia.
Cabría una objeción en nombre de
la universalidad de la razón. Si toda sociedad histórica, para su simple
existencia y perduración, precisa tener su asiento en una fe y en un fervor
colectivos, en unas nociones de lo que es sagrado y es recto, de lo que es el
deber y el sentido del sacrificio, ¿supondrá esto que cada civilización es
impenetrable intelectual y emocionalmente para quienes no forman parte de su
tradición o de su herencia? ¿Habrá de asentirse al dictado de Spengler, de
Toynbee y de determinados estructuralistas para quienes las culturas son
sistemas cerrados, cuyo sentido es inmanente a un sistema intransferible de
puntos de referencia?
Nada autoriza tal conclusión. La
razón es una instancia capaz de penetrar todo lo que es puramente humano e,
incluso, dentro de ciertos límites, el orden mismo del ser. La civilización
occidental de origen cristiano —nuestra civilización histórica— ha sido la
encargada de demostrar en la práctica esta capacidad de la razón. Su fe
—nuestra fe— se ha predicado ya en todos los ámbitos de la tierra y ha
arraigado, en mayor o menor grado, en las civilizaciones más dispares. Su
ciencia, su técnica, sus categorías mentales y sus imágenes de comportamiento
—básicamente racionales, antimíticas— se han extendido a todo el mundo,
penetrándolo en buena parte. Sea como cultura superpuesta, sea como injerto
cultural, puede hoy decirse que una sola cultura —la occidental— es la cultura
común del planeta.
Sin embargo, y paradójicamente,
esta planetarización de una cultura racional sólo pudo realizarse a través de
una civilización determinada —la occidental—, civilización que, como todas,
nació de una fe —de un anclaje en la eternidad—, y se edificó sobre unas normas
y unos valores morales. Y ello porque, en sentencia filosófica, operari
sequitur esse, el obrar sigue al ser: no se expande una civilización sin antes
ser, existir. Y si sólo en este caso ha sido posible el efecto de una difusión
en cierto modo universal fue, precisamente, porque tal civilización se apoyó,
originariamente en la Religión Verdadera.
En la renuncia a esos orígenes se
encuentra la raíz última de la crisis en que se debate la sociedad occidental.
Crisis no circunstancial sino degenerativa, extendida en forma de rebelión generalizada,
y, por vía de contagio, a otras civilizaciones, incluso a la propia naturaleza
invadida y contaminada. La expresión de esa renuncia a todo anclaje
sobrenatural es la democracia liberal; más aún, que renuncia, negación de toda
trascendencia, erección de la sociedad del Hombre y para el Hombre.
Porque esa llamada «sociedad
abierta» —la de los “Derechos humanos”— ignora el primero y principal de los
derechos del hombre, que es el de buscar la verdad y servirla, el de
fundamentar en ella su vida y el perdurable rumbo de su periplo terrenal.
Rafael Gambra, Revista Roma Nº
89, Agosto 1985