Por G. K. Chesterton
Revista Atlántida, nº 14
La familia puede muy bien ser considerada, así habría que
pensarlo al menos, como una institución humana fundamental. Todos admitirán que
ha sido la célula principal y la unidad central de casi todas las sociedades
que han existido hasta ahora, con la excepción, la verdad sea dicha, de algunas
sociedades como aquella de Lacedemón que optó por la «eficiencia» y que, en
consecuencia, ha perecido sin dejar ni rastro. El cristianismo, por enorme que
fuera la revolución que supuso, no alteró esta cosa sagrada, tan antigua y
salvaje; no hizo nada más que darle la vuelta. No negó la trinidad de padre,
madre y niño. Sencillamente la leyó al revés, haciéndola niño, madre y padre. Y
ésta ya no se llama la familia, sino Sagrada Familia, pues muchas cosas se
hacen santas sólo con darles la vuelta. Pero algunos sabios de nuestra propia
decadencia han lanzado un serio ataque a la familia. La han atacado, y me
parece que de manera equivocada; y sus defensores la han defendido, y lo han
hecho de manera equivocada. La defensa más común de la familia es que, en medio
de las tensiones y cambios de la vida, resulta un sitio pacífico, cómodo y
unido. Pero es posible otra defensa de la familia, y a mí me parece evidente;
consiste en decir que la familia no es ni pacífica, ni cómoda, ni unida.
La familia como institución en el mundo moderno
Hoy día no está muy de moda cantar las ventajas de la
comunidad pequeña. Se nos dice que debemos lanzarnos a por grandes imperios y a
por grandes ideas. Hay una ventaja, sin embargo, en el estado, en la ciudad o
en el pueblo pequeño que sólo los que quieren ser ciegos pasarán por alto. El
ser humano que vive en una comunidad pequeña vive en un mundo mucho más grande.
Sabe mucho más de las variedades feroces y las divergencias inflexibles de los
hombres. La razón es obvia. En una comunidad grande podemos elegir nuestros
compañeros. En una comunidad pequeña nuestros compañeros nos vienen dados. Así
en todas las sociedades grandes y altamente civilizadas se forman grupos
fundados sobre lo que se llama simpatía y que silencian al mundo real de modo
más cortante que las puertas de un monasterio. Lo cierto es que no hay nada
pequeño o limitado en el clan o en la tribu; lo que es de verdad pequeño y
limitado es la pandilla o el corrillo. Los que forman un clan viven juntos
porque todos se visten con el mismo tartán o porque todos descienden de la
misma vaca sagrada; pero en sus almas, por una suerte divina de las cosas,
siempre habrá más colores que en cualquier tartán. Los que forman una pandilla
o un grupo viven juntos porque tienen el mismo tipo de alma, y su estrechez es
una estrechez de coherencia y satisfacción espiritual, como la que hay en el
infierno. Una sociedad grande existe para formar grupillos. Una sociedad grande
es una sociedad para la promoción de la estrechez. Es una maquinaria para
proteger al individuo solitario y sensible de toda experiencia de los amargos y
fortalecedores compromisos humanos. En el sentido más literal de las palabras,
es una sociedad para la prevención del conocimiento cristiano.
Podemos ver este cambio, por ejemplo, en la transformación
moderna de lo que se llama el club. Cuando Londres era más pequeño, y sus
barrios más reducidos y familiares, el club era lo que es todavía en los
pueblos, lo opuesto de lo que es ahora en las grandes ciudades. Se consideraba
entonces como un lugar en donde una persona podía ser sociable. Ahora el club
se valora como el lugar en donde puede uno ser insociable. Cuanto más grande y
elaborada es nuestra civilización tanto más deja de ser el club un lugar donde
uno puede tener un argumento ruidoso, y se convierte en un lugar en donde uno
puede comer a solas, por su cuenta, sin que nadie le moleste. El objetivo es
que se sienta cómodo, y hacer a un hombre cómodo es hacerle todo lo opuesto a
sociable. La sociabilidad, como todas las cosas buenas, está llena de
incomodidades, peligros y renuncias. El club tiende a producir la más
degradante de todas las combinaciones-el anacoreta de lujo, el hombre que
combina la indulgencia voluptuosa de Lúculo con la soledad insana de Simeón el
Estilita.
Si mañana por la mañana una enorme nevada no nos dejara
salir de la calle en que vivimos entraríamos de repente en un mundo mucho más
grande y mucho más insólito que cualquier otro que hayamos imaginado. Pero todo
el esfuerzo de la persona moderna típica es huir de la calle en la que vive.
Primero inventa la higiene moderna y se va a Margate. Luego inventa la cultura
moderna y se va a Florencia. Después inventa el imperialismo moderno y se va a
Tombuctú. Se marcha a los bordes fantásticos de la Tierra. Pretende cazar
tigres. Casi llega a montar en camello. Y al hacer todo esto está todavía
esencialmente huyendo de la calle en la que nació; y siempre tiene a mano una
explicación de esta fuga suya. Dice que huye de su calle porque es aburrida.
Miente. La verdad es que huye de su calle porque es demasiado excitante. Es
excitante porque es exigente; es exigente porque está llena de vida. Puede
visitar Venecia tranquilo porque para él los venecianos no son nada más que
venecianos; los habitantes de su propia calle son hombres y mujeres. Puede
quedarse mirando a un chino porque para él los chinos son algo pasivo que hay
que mirar; si se le ocurre mirar a la vieja señora en el jardín de al lado, la
anciana se pone en movimiento. Está forzado a huir, para decirlo en breve, de
la compañía demasiado estimulante de sus iguales-de seres humanos libres,
perversos, personales, deliberadamente diferentes de él-. La calle en Brixton
resplandece demasiado y resulta abrumadora. Tiene que apaciguarse y calmarse
entre los tigres y los buitres, los camellos y los cocodrilos. Estas creaturas,
sin duda alguna, son muy diferentes de él; pero no ponen su figura o color o
costumbres en decisiva competición intelectual con los rasgos suyos propios. No
pretenden destruir sus principios y reafirmar los suyos. Los monstruos extraños
de su calle en el barrio pretenden exactamente eso. El camello no contorsiona
su anatomía hasta formar una espléndida mofa porque el señor Robinson no tenga
una joroba; pero el culto caballero del número 5 sí que exhibe una mofa cuando
advierte que el señor Robinson no tiene rodapié en su casa. El buitre no va a
estallar de risa si no ve volar a un hombre; pero el comandante que vive en el
número 9 se reirá a carcajadas de que tal hombre no fume. La queja que
comúnmente tenemos que hacer de nuestros vecinos es que se meten en lo que no
les concierne. No queremos decir realmente que no se metan en lo que no les
concierne. Si nuestros vecinos no se metieran en lo que no les concierne, les
pedirían de repente su renta y rápidamente dejarían de ser nuestros vecinos. Lo
que realmente queremos decir cuando exigimos que no se metan en lo que no les
concierne es algo mucho más profundo. No nos desagradan por tener tan poca
fuerza y energía que no puedan interesarse en sus cosas. Nos desagradan por
tener fuerza y energía suficientes para interesarse además en las nuestras. Lo
que nos aterra de nuestros vecinos no es la estrechez de su horizonte, sino su
espléndida tendencia a ensancharlo. Y todas las aversiones a la humanidad
ordinaria tienen este carácter general. No son aversiones a su endeblez (como
algunos pretenden), sino a su energía Los misántropos creen que desprecian a la
humanidad por su debilidad, pero lo cierto es que la odian por su fuerza.
La gente ordinaria
Por supuesto, esta retirada de la brutal vivacidad y
variedad de la gente ordinaria es algo perfectamente perdonable y excusable en
tanto en cuanto no pretenda convertirse en una actitud de superioridad Pero
cuando se califica a sí misma de aristocracia o esteticismo o de una
superioridad sobre la burguesía, no hay más remedio en justicia que señalar su
debilidad intrínseca. El fastidio es el más perdonable de todos los vicios;
pero es la más imperdonable de todas las virtudes. Nietzsche, que es el
representante más destacado de esta pretenciosa demanda del ser fastidioso,
tiene en algún lugar de su obra una descripción-muy poderosa desde el punto de
vista literario-del disgusto y desdén que le consumen al volver su mirada sobre
gente ordinaria con sus rostros ordinarios, sus voces ordinarias, sus mentes
ordinarias. Como decía, esta actitud es casi hermosa si podemos clasificarla
como patética. La aristocracia de Nietzsche reúne todo el carácter sagrado que
pertenece al débil. Cuando nos hace sentir que no puede soportar los rostros
innumerables, las voces incesantes, esa omnipresencia abrumadora que pertenece
a la muchedumbre, tiene la simpatía o aprobación de cualquiera que haya estado
alguna vez enfermo en un barco o cansado en un autobús lleno de gente. Todos
hemos odiado a la humanidad cuando hemos sido poco humanos. Todo ser humano ha
tenido alguna vez a la humanidad en sus ojos como una niebla sofocante, o en
sus narices como un olor sofocante. Pero cuando Nietzsche tiene la increíble
falta de humor y de imaginación de pedirnos que creamos que su aristocracia es
una aristocracia de músculos fuertes o una aristocracia de voluntades fuertes,
se hace necesario mostrar la verdad de las cosas. Y la verdad es que es una
aristocracia de nervios endebles.
Nos hacemos nuestros amigos; nos hacemos nuestros enemigos;
pero Dios hace a nuestro vecino de al lado. De ahí que se nos acerque revestido
de todos los terrores despreocupados de la naturaleza; nuestro vecino es tan
extraño como las estrellas, tan atolondrado e indiferente como la lluvia. Es el
Hombre, la más terrible de todas las bestias. Por eso las religiones antiguas y
el viejo lenguaje bíb6lico mostraban una sabiduría tan penetrante cuando
hablaban, no de los deberes con la humanidad, sino de deberes con el prójimo.
El deber hacia la humanidad puede tomar a menudo la forma de alguna elección
que es personal y aun agradable. Ese deber puede ser un interés nuestro; puede
ser incluso un capricho o una disipación. Podemos trabajar en el barrio más
pobre porque estamos especialmente preparados para trabajar en ese barrio, o
porque así nos lo parece; podemos luchar por la causa de la paz internacional
porque nos gusta mucho luchar. El martirio más monstruoso, la experiencia más
repulsiva, pueden ser resultado de elección o de cierto gusto. Puede que
estemos hechos de tal forma que nos encanten los lunáticos o que nos interesen
especialmente los leprosos. Puede que amemos a los negros porque son negros o a
los socialistas alemanes porque son unos pedantes. Pero hemos de amar a nuestro
vecino porque está ahí-una razón mucho más alarmante para una obra mucho más
seria-. El vecino es la muestra de humanidad que de hecho se nos da. Y
precisamente porque puede ser una persona cualquiera, nuestro vecino es todo el
mundo. Es un símbolo porque es un accidente.
No hay duda de que los hombres huyen de ambientes pequeños a
tierras que son mortíferas de verdad. Pero esto es natural porque no están
huyendo de la muerte; están huyendo de la vida. Y este principio se aplica a cada
uno de los anillos del sistema social de la humanidad. Es perfectamente
razonable que los hombres busquen alguna variedad particular del tipo humano,
siempre que busquen esa variedad del tipo humano y no la mera variedad humana.
Es perfectamente lógico que un diplomático británico busque la compañía de
generales japoneses, si lo que quiere son generales japoneses Pero si lo que
quiere es gente diferente de sí mismo, haría mucho mejor en quedarse en su casa
y discutir de religión con la sirvienta. Es muy razonable que el genio del
pueblo vaya a conquistar Londres si lo que quiere es conquistar Londres. Pero
si lo que quiere es conquistar algo fundamental y simbólicamente hostil y
además muy fuerte, haría mucho mejor en quedarse donde está y tener una pelea
con el párroco de la iglesia. El hombre de la calle de barrio se comporta
correctamente si va a Ramsgate por ver Ramsgate-algo bien difícil de imaginar-.
Pero si, como él lo expresa, va a Ramsgate «para cambiar», entonces hay que
decirle que experimentaría un cambio mucho más romántico y hasta melodramático
si saltara por encima del muro al jardín de su vecino. Las consecuencias serían
tonificantes en un sentido que va mucho más allá de las posibilidades
higiénicas en Ramsgate.
Divergencias y variedades
Ahora bien, de la misma manera que este principio vale para
el imperio, para la nación dentro del imperio, para la ciudad dentro de la
nación, para la calle dentro de la ciudad, vale también para la casa dentro de
la calle. La institución de la familia debe ser ensalzada precisamente por las
mismas razones que la institución de la nación, o la institución de la ciudad,
son en este respecto ensalzadas. Es bueno para un hombre vivir en una familia
por la misma razón que es bueno para un hombre ser asediado dentro de una
ciudad. Es bueno para un hombre vivir en una familia en el mismo sentido en que
es algo hermoso y delicioso para un hombre ser bloqueado por una nevada en una
calle. Todas estas cosas le fuerzan a darse cuenta de que la vida no es algo
que viene de fuera, sino algo que viene de dentro. Sobre todo, todas ellas
insisten sobre el hecho de que la vida, si es de verdad una vida estimulante y
fascinante, es una cosa que por su misma naturaleza existe a pesar de nosotros.
Los escritores modernos que han sugerido, de manera más o menos abierta, que la
familia es una institución mala, se han limitado generalmente a sugerir, con
mucha amargura o patetismo, que tal vez la familia no es siempre algo muy
conciliador. Pero, qué duda cabe, la familia es una institución buena
precisamente porque no es conciliadora. Es algo bueno y saludable precisamente
porque contiene tantas divergencias y variedades. Es, como dice la gente
sentimental, un pequeño reino y, como muchos otros reinos pequeños, se
encuentran generalmente en un estado que se parece más a la anarquía. Es
precisamente el hecho de que nuestro hermano Jorge no está interesado en
nuestras dificultades religiosas, sino que está interesado en el «Restaurante
Trocadero», lo que da
a la familia algunas de las cualidades tonificantes de la
república. Es precisamente el hecho de que nuestro tío Fernando no aprueba las
ambiciones teatrales de nuestra hermana Sara lo que hace que la familia sea
como la humanidad. Los hombres y las mujeres que, por razones buenas o malas,
se rebelan contra la familia, están, por razones buenas o malas, sencillamente
rebelándose contra la humanidad. La tía Isabel es irracional, como la
humanidad. Papá es excitable, como la humanidad. Nuestro hermano más pequeño es
malicioso, como la humanidad. El abuelo es estúpido, como el mundo; y es viejo,
como el mundo.
No hay duda de que aquellos que desean, correcta o
incorrectamente, escapar de todo esto, desean entrar en un mundo más estrecho.
La grandeza y la variedad de la familia les deja desmayados y aterrorizados.
Sara desea encontrar un mundo que consista por entero en teatros; Jorge desea
pensar que el «Trocadero» es un cosmos. No digo ni por un momento que la huida
a esta vida más limitada no sea lo correcto para el individuo, como tampoco lo
digo de la huida a un monasterio. Pero sí que es malo y artificioso todo lo que
tienda a hacer a estas personas sucumbir a la extraña ilusión de que están
entrando en un mundo que es más grande y más variado que el suyo propio. La
mejor manera en que un ser humano podría examinar su disposición para
encontrarse con la variedad común de la humanidad sería dejarse caer por la
chimenea de cualquier casa elegida a voleo, y llevarse tan bien como sea
posible con la gente que está dentro. Y eso es esencialmente lo que cada uno de
nosotros hizo el día en que nació.
En esto consiste verdaderamente la aventura romántica,
especial y sublime, de la familia. Es romántica porque es «a cara o cruz»,
porque es todo lo que sus enemigos dicen de ella, porque es arbitraria, porque
está ahí. En la medida en que un grupo de personas haya sido elegido
racionalmente habrá cierta atmósfera especial o sectaria. Cuando se eligen de
manera irracional entonces uno se encuentra con hombres y mujeres sin más. El
elemento de aventura empieza a existir; porque una aventura es algo que, por
naturaleza, viene hacia nosotros. Es algo que nos escoge a nosotros, no algo
que nosotros escogemos. E1 hecho de enamorarse ha sido a menudo considerado
como la aventura suprema, el incidente romántico por excelencia. En la medida
en que hay en ello algo que está fuera de nosotros, algo así como una especie
de fatalismo alegre, esto es muy cierto. No hay duda de que el amor nos atrapa,
nos transfigura y nos tortura. Rompe de verdad nuestros corazones con una
belleza insoportable, como la belleza insoportable de la música. Sin embargo,
en la medida en la que, por supuesto, tenemos algo que ver con el asunto, en la
medida en la que de alguna forma estamos preparados para enamorarnos y en algún
sentido para arrojarnos al amor, en la medida en que hasta cierto punto
elegimos y hasta cierto punto juzgamos, en este sentido el hecho de enamorarse
no es verdaderamente romántico, no es de verdad la gran aventura. En este
sentido, la aventura suprema no es enamorarse. La aventura suprema es nacer.
Allí nos encontramos de repente en una trampa espléndida y estremecedora. Ahí
vemos de verdad algo que jamás habíamos soñado antes. Nuestro padre y nuestra
madre están al acecho, esperándonos, y saltan sobre nosotros como si fueran
bandoleros detrás de un matorral. Nuestro tío es una sorpresa. Nuestra tía es
como un relámpago en un cielo azul. Al entrar en la familia por el nacimiento
entramos de verdad en un mundo incalculable, en un mundo que tiene sus leyes
propias y extrañas, en un mundo que podría muy bien continuar su curso sin
nosotros, en un mundo que no hemos fabricado nosotros. En otras palabras,
cuando entramos en la familia entramos en un cuento de hadas.
La aventura de lo inesperado
Este colorido, como el de un relato fantástico, debería
pegarse a la familia y a nuestras relaciones con ella durante toda la vida. El
amor es la cosa más profunda en la vida; más profundo que la misma realidad.
Porque aun si la realidad resultara engañosa, a pesar de todo no se podría
probar que es insignificante o sin importancia. Si los hechos fueran falsos,
serían todavía muy extraños. Y este carácter extraño de la vida, este elemento
inesperado y hasta perverso de las cosas tal como acontecen, permanece
incurablemente interesante. Las circunstancias que podemos regular pueden
hacerse mansas o pesimistas; pero las «circunstancias sobre las que no tenemos
control» permanecen como teñidas de algo divino para aquellos que, como el
señor Micawber, pueden invocarlas y renovar su fuerza. La gente se pregunta por
qué es la novela la forma más popular de literatura; por qué se leen más
novelas que libros científicos o de Metafísica. La razón es muy sencilla: es
que la novela es más verdadera que esos otros libros. La vida puede a veces
aparecer legítimamente como un libro científico. La vida puede a veces
aparecer, y con mucha más legitimidad, como un libro de Metafísica. Pero la
vida es siempre una novela. Nuestra existencia puede dejar de ser una canción;
puede dejar de ser incluso un hermoso lamento. Puede que nuestra existencia no
sea una justicia inteligible ni siquiera una equivocación reconocible. Pero
nuestra existencia es, a pesar de todo eso, una historia. En el fiero alfabeto
de toda puesta de sol está escrito, «continuará en el próximo». Si tenemos
suficiente inteligencia, podemos terminar una deducción filosófica y exacta, y
estar seguros de que la estamos acabando correctamente. Con poder cerebral
adecuado podríamos llevar a cabo cualquier descubrimiento científico y estar
seguros de que lo acabábamos correctamente.
Pero ni siquiera con la más gigantesca inteligencia
podríamos terminar el relato más sencillo o el más tonto, y quedarnos seguros
de que lo hemos terminado correctamente Ocurre así porque un relato lleva por detrás,
no sólo la inteligencia, que es parcialmente mecánica, sino la voluntad, que en
su esencia es algo divino. El escritor de una narración puede enviar a su héroe
al calabozo en el penúltimo capítulo, si así lo desea. Puede hacerlo por el
mismo capricho divino por el que el mismo autor puede ir al calabozo y después
al infierno, si así lo escoge. Y la misma civilización, aquella civilización
caballeresca europea que reafirmó la libertad en el siglo XIII, produjo lo que
llamamos «ficción» en el XVIII. Cuando Tomás de Aquino afirmó la libertad
espiritual del ser humano, creó todas las malas novelas que se encuentran en
las bibliotecas circulantes.
Pero para que la vida sea para nosotros una historia o una
historia de amor, es necesario que una gran parte de ella sea decidida sin
nuestro permiso. Si queremos que nuestra vida sea un sistema, eso puede ser un
fastidio; pero si queremos que sea un drama, es algo esencial. Puede ocurrir a
menudo, sin duda alguna, que un drama sea escrito por alguien que no es muy de
nuestro agrado. Pero nos gustaría todavía menos que el autor se presentara
delante del telón cada hora más o menos y descargara sobre nosotros toda la
preocupación de inventar por nuestra cuenta el acto siguiente. El ser humano
tiene control sobre muchas cosas en su vida; tiene control sobre un número
suficiente de cosas para ser el héroe de una novela. Pero si tuviera control
sobre todas las cosas, habría tanto héroe que no habría novela. Y la razón por
la que las vidas de los ricos son en el fondo tan sosas y aburridas es
sencillamente porque pueden escoger los acontecimientos. Se aburren porque son
omnipotentes. No puede tener aventuras porque las fabrican a su medida. Lo que
mantiene a la vida como una aventura romántica y llena de ardorosas posibilidades
es la existencia de estas grandes limitaciones que nos fuerzan a todos a hacer
frente a cosas que no nos gustan o que no esperamos. En vano hablan los altivos
modernos de estar en ambientes incómodos. Estar metido en una aventura es estar
metido en ambientes incómodos. Haber nacido en esta Tierra es haber nacido en
un ambiente incómodo, y por lo tanto, haber nacido en una aventura. De todas
estas grandes limitaciones y estructuras que modelan y crean la poesía y la
variedad de la vida, la familia es la más definitiva y la más importante. De
ahí que sea malentendida por los modernos que se imaginan que la aventura
podría existir en grado más perfecto, en un estado completo de los que ellos
llaman libertad. Se creen que si un hombre hace un gesto sería algo
sorprendente y asombroso que el Sol se cayera del cielo. Pero lo que es
sorprendente y asombroso-la aventura romántica de la misma existencia del
Sol-es que no se cae del cielo. Buscan estas gentes bajo toda forma y figura,
un mundo donde no haya limitaciones-es decir, un mundo donde no haya contornos,
esto es, un mundo donde no hay figuras-. No hay nada más despreciable y ruin
que esa infinidad. Dicen que desean ser tan fuertes como el Universo, pero lo
que realmente desean es que el Universo entero sea tan débil como ellos mismos.