sábado, 30 de noviembre de 2019

LA AVENTURA DE LA FAMILIA. Por G. K. Chesterton


Por G. K. Chesterton
Revista Atlántida, nº 14



La familia puede muy bien ser considerada, así habría que pensarlo al menos, como una institución humana fundamental. Todos admitirán que ha sido la célula principal y la unidad central de casi todas las sociedades que han existido hasta ahora, con la excepción, la verdad sea dicha, de algunas sociedades como aquella de Lacedemón que optó por la «eficiencia» y que, en consecuencia, ha perecido sin dejar ni rastro. El cristianismo, por enorme que fuera la revolución que supuso, no alteró esta cosa sagrada, tan antigua y salvaje; no hizo nada más que darle la vuelta. No negó la trinidad de padre, madre y niño. Sencillamente la leyó al revés, haciéndola niño, madre y padre. Y ésta ya no se llama la familia, sino Sagrada Familia, pues muchas cosas se hacen santas sólo con darles la vuelta. Pero algunos sabios de nuestra propia decadencia han lanzado un serio ataque a la familia. La han atacado, y me parece que de manera equivocada; y sus defensores la han defendido, y lo han hecho de manera equivocada. La defensa más común de la familia es que, en medio de las tensiones y cambios de la vida, resulta un sitio pacífico, cómodo y unido. Pero es posible otra defensa de la familia, y a mí me parece evidente; consiste en decir que la familia no es ni pacífica, ni cómoda, ni unida.

La familia como institución en el mundo moderno

Hoy día no está muy de moda cantar las ventajas de la comunidad pequeña. Se nos dice que debemos lanzarnos a por grandes imperios y a por grandes ideas. Hay una ventaja, sin embargo, en el estado, en la ciudad o en el pueblo pequeño que sólo los que quieren ser ciegos pasarán por alto. El ser humano que vive en una comunidad pequeña vive en un mundo mucho más grande. Sabe mucho más de las variedades feroces y las divergencias inflexibles de los hombres. La razón es obvia. En una comunidad grande podemos elegir nuestros compañeros. En una comunidad pequeña nuestros compañeros nos vienen dados. Así en todas las sociedades grandes y altamente civilizadas se forman grupos fundados sobre lo que se llama simpatía y que silencian al mundo real de modo más cortante que las puertas de un monasterio. Lo cierto es que no hay nada pequeño o limitado en el clan o en la tribu; lo que es de verdad pequeño y limitado es la pandilla o el corrillo. Los que forman un clan viven juntos porque todos se visten con el mismo tartán o porque todos descienden de la misma vaca sagrada; pero en sus almas, por una suerte divina de las cosas, siempre habrá más colores que en cualquier tartán. Los que forman una pandilla o un grupo viven juntos porque tienen el mismo tipo de alma, y su estrechez es una estrechez de coherencia y satisfacción espiritual, como la que hay en el infierno. Una sociedad grande existe para formar grupillos. Una sociedad grande es una sociedad para la promoción de la estrechez. Es una maquinaria para proteger al individuo solitario y sensible de toda experiencia de los amargos y fortalecedores compromisos humanos. En el sentido más literal de las palabras, es una sociedad para la prevención del conocimiento cristiano.

Podemos ver este cambio, por ejemplo, en la transformación moderna de lo que se llama el club. Cuando Londres era más pequeño, y sus barrios más reducidos y familiares, el club era lo que es todavía en los pueblos, lo opuesto de lo que es ahora en las grandes ciudades. Se consideraba entonces como un lugar en donde una persona podía ser sociable. Ahora el club se valora como el lugar en donde puede uno ser insociable. Cuanto más grande y elaborada es nuestra civilización tanto más deja de ser el club un lugar donde uno puede tener un argumento ruidoso, y se convierte en un lugar en donde uno puede comer a solas, por su cuenta, sin que nadie le moleste. El objetivo es que se sienta cómodo, y hacer a un hombre cómodo es hacerle todo lo opuesto a sociable. La sociabilidad, como todas las cosas buenas, está llena de incomodidades, peligros y renuncias. El club tiende a producir la más degradante de todas las combinaciones-el anacoreta de lujo, el hombre que combina la indulgencia voluptuosa de Lúculo con la soledad insana de Simeón el Estilita.

Si mañana por la mañana una enorme nevada no nos dejara salir de la calle en que vivimos entraríamos de repente en un mundo mucho más grande y mucho más insólito que cualquier otro que hayamos imaginado. Pero todo el esfuerzo de la persona moderna típica es huir de la calle en la que vive. Primero inventa la higiene moderna y se va a Margate. Luego inventa la cultura moderna y se va a Florencia. Después inventa el imperialismo moderno y se va a Tombuctú. Se marcha a los bordes fantásticos de la Tierra. Pretende cazar tigres. Casi llega a montar en camello. Y al hacer todo esto está todavía esencialmente huyendo de la calle en la que nació; y siempre tiene a mano una explicación de esta fuga suya. Dice que huye de su calle porque es aburrida. Miente. La verdad es que huye de su calle porque es demasiado excitante. Es excitante porque es exigente; es exigente porque está llena de vida. Puede visitar Venecia tranquilo porque para él los venecianos no son nada más que venecianos; los habitantes de su propia calle son hombres y mujeres. Puede quedarse mirando a un chino porque para él los chinos son algo pasivo que hay que mirar; si se le ocurre mirar a la vieja señora en el jardín de al lado, la anciana se pone en movimiento. Está forzado a huir, para decirlo en breve, de la compañía demasiado estimulante de sus iguales-de seres humanos libres, perversos, personales, deliberadamente diferentes de él-. La calle en Brixton resplandece demasiado y resulta abrumadora. Tiene que apaciguarse y calmarse entre los tigres y los buitres, los camellos y los cocodrilos. Estas creaturas, sin duda alguna, son muy diferentes de él; pero no ponen su figura o color o costumbres en decisiva competición intelectual con los rasgos suyos propios. No pretenden destruir sus principios y reafirmar los suyos. Los monstruos extraños de su calle en el barrio pretenden exactamente eso. El camello no contorsiona su anatomía hasta formar una espléndida mofa porque el señor Robinson no tenga una joroba; pero el culto caballero del número 5 sí que exhibe una mofa cuando advierte que el señor Robinson no tiene rodapié en su casa. El buitre no va a estallar de risa si no ve volar a un hombre; pero el comandante que vive en el número 9 se reirá a carcajadas de que tal hombre no fume. La queja que comúnmente tenemos que hacer de nuestros vecinos es que se meten en lo que no les concierne. No queremos decir realmente que no se metan en lo que no les concierne. Si nuestros vecinos no se metieran en lo que no les concierne, les pedirían de repente su renta y rápidamente dejarían de ser nuestros vecinos. Lo que realmente queremos decir cuando exigimos que no se metan en lo que no les concierne es algo mucho más profundo. No nos desagradan por tener tan poca fuerza y energía que no puedan interesarse en sus cosas. Nos desagradan por tener fuerza y energía suficientes para interesarse además en las nuestras. Lo que nos aterra de nuestros vecinos no es la estrechez de su horizonte, sino su espléndida tendencia a ensancharlo. Y todas las aversiones a la humanidad ordinaria tienen este carácter general. No son aversiones a su endeblez (como algunos pretenden), sino a su energía Los misántropos creen que desprecian a la humanidad por su debilidad, pero lo cierto es que la odian por su fuerza.

La gente ordinaria

Por supuesto, esta retirada de la brutal vivacidad y variedad de la gente ordinaria es algo perfectamente perdonable y excusable en tanto en cuanto no pretenda convertirse en una actitud de superioridad Pero cuando se califica a sí misma de aristocracia o esteticismo o de una superioridad sobre la burguesía, no hay más remedio en justicia que señalar su debilidad intrínseca. El fastidio es el más perdonable de todos los vicios; pero es la más imperdonable de todas las virtudes. Nietzsche, que es el representante más destacado de esta pretenciosa demanda del ser fastidioso, tiene en algún lugar de su obra una descripción-muy poderosa desde el punto de vista literario-del disgusto y desdén que le consumen al volver su mirada sobre gente ordinaria con sus rostros ordinarios, sus voces ordinarias, sus mentes ordinarias. Como decía, esta actitud es casi hermosa si podemos clasificarla como patética. La aristocracia de Nietzsche reúne todo el carácter sagrado que pertenece al débil. Cuando nos hace sentir que no puede soportar los rostros innumerables, las voces incesantes, esa omnipresencia abrumadora que pertenece a la muchedumbre, tiene la simpatía o aprobación de cualquiera que haya estado alguna vez enfermo en un barco o cansado en un autobús lleno de gente. Todos hemos odiado a la humanidad cuando hemos sido poco humanos. Todo ser humano ha tenido alguna vez a la humanidad en sus ojos como una niebla sofocante, o en sus narices como un olor sofocante. Pero cuando Nietzsche tiene la increíble falta de humor y de imaginación de pedirnos que creamos que su aristocracia es una aristocracia de músculos fuertes o una aristocracia de voluntades fuertes, se hace necesario mostrar la verdad de las cosas. Y la verdad es que es una aristocracia de nervios endebles.

Nos hacemos nuestros amigos; nos hacemos nuestros enemigos; pero Dios hace a nuestro vecino de al lado. De ahí que se nos acerque revestido de todos los terrores despreocupados de la naturaleza; nuestro vecino es tan extraño como las estrellas, tan atolondrado e indiferente como la lluvia. Es el Hombre, la más terrible de todas las bestias. Por eso las religiones antiguas y el viejo lenguaje bíb6lico mostraban una sabiduría tan penetrante cuando hablaban, no de los deberes con la humanidad, sino de deberes con el prójimo. El deber hacia la humanidad puede tomar a menudo la forma de alguna elección que es personal y aun agradable. Ese deber puede ser un interés nuestro; puede ser incluso un capricho o una disipación. Podemos trabajar en el barrio más pobre porque estamos especialmente preparados para trabajar en ese barrio, o porque así nos lo parece; podemos luchar por la causa de la paz internacional porque nos gusta mucho luchar. El martirio más monstruoso, la experiencia más repulsiva, pueden ser resultado de elección o de cierto gusto. Puede que estemos hechos de tal forma que nos encanten los lunáticos o que nos interesen especialmente los leprosos. Puede que amemos a los negros porque son negros o a los socialistas alemanes porque son unos pedantes. Pero hemos de amar a nuestro vecino porque está ahí-una razón mucho más alarmante para una obra mucho más seria-. El vecino es la muestra de humanidad que de hecho se nos da. Y precisamente porque puede ser una persona cualquiera, nuestro vecino es todo el mundo. Es un símbolo porque es un accidente.

No hay duda de que los hombres huyen de ambientes pequeños a tierras que son mortíferas de verdad. Pero esto es natural porque no están huyendo de la muerte; están huyendo de la vida. Y este principio se aplica a cada uno de los anillos del sistema social de la humanidad. Es perfectamente razonable que los hombres busquen alguna variedad particular del tipo humano, siempre que busquen esa variedad del tipo humano y no la mera variedad humana. Es perfectamente lógico que un diplomático británico busque la compañía de generales japoneses, si lo que quiere son generales japoneses Pero si lo que quiere es gente diferente de sí mismo, haría mucho mejor en quedarse en su casa y discutir de religión con la sirvienta. Es muy razonable que el genio del pueblo vaya a conquistar Londres si lo que quiere es conquistar Londres. Pero si lo que quiere es conquistar algo fundamental y simbólicamente hostil y además muy fuerte, haría mucho mejor en quedarse donde está y tener una pelea con el párroco de la iglesia. El hombre de la calle de barrio se comporta correctamente si va a Ramsgate por ver Ramsgate-algo bien difícil de imaginar-. Pero si, como él lo expresa, va a Ramsgate «para cambiar», entonces hay que decirle que experimentaría un cambio mucho más romántico y hasta melodramático si saltara por encima del muro al jardín de su vecino. Las consecuencias serían tonificantes en un sentido que va mucho más allá de las posibilidades higiénicas en Ramsgate.

Divergencias y variedades

Ahora bien, de la misma manera que este principio vale para el imperio, para la nación dentro del imperio, para la ciudad dentro de la nación, para la calle dentro de la ciudad, vale también para la casa dentro de la calle. La institución de la familia debe ser ensalzada precisamente por las mismas razones que la institución de la nación, o la institución de la ciudad, son en este respecto ensalzadas. Es bueno para un hombre vivir en una familia por la misma razón que es bueno para un hombre ser asediado dentro de una ciudad. Es bueno para un hombre vivir en una familia en el mismo sentido en que es algo hermoso y delicioso para un hombre ser bloqueado por una nevada en una calle. Todas estas cosas le fuerzan a darse cuenta de que la vida no es algo que viene de fuera, sino algo que viene de dentro. Sobre todo, todas ellas insisten sobre el hecho de que la vida, si es de verdad una vida estimulante y fascinante, es una cosa que por su misma naturaleza existe a pesar de nosotros. Los escritores modernos que han sugerido, de manera más o menos abierta, que la familia es una institución mala, se han limitado generalmente a sugerir, con mucha amargura o patetismo, que tal vez la familia no es siempre algo muy conciliador. Pero, qué duda cabe, la familia es una institución buena precisamente porque no es conciliadora. Es algo bueno y saludable precisamente porque contiene tantas divergencias y variedades. Es, como dice la gente sentimental, un pequeño reino y, como muchos otros reinos pequeños, se encuentran generalmente en un estado que se parece más a la anarquía. Es precisamente el hecho de que nuestro hermano Jorge no está interesado en nuestras dificultades religiosas, sino que está interesado en el «Restaurante Trocadero», lo que da
a la familia algunas de las cualidades tonificantes de la república. Es precisamente el hecho de que nuestro tío Fernando no aprueba las ambiciones teatrales de nuestra hermana Sara lo que hace que la familia sea como la humanidad. Los hombres y las mujeres que, por razones buenas o malas, se rebelan contra la familia, están, por razones buenas o malas, sencillamente rebelándose contra la humanidad. La tía Isabel es irracional, como la humanidad. Papá es excitable, como la humanidad. Nuestro hermano más pequeño es malicioso, como la humanidad. El abuelo es estúpido, como el mundo; y es viejo, como el mundo.

No hay duda de que aquellos que desean, correcta o incorrectamente, escapar de todo esto, desean entrar en un mundo más estrecho. La grandeza y la variedad de la familia les deja desmayados y aterrorizados. Sara desea encontrar un mundo que consista por entero en teatros; Jorge desea pensar que el «Trocadero» es un cosmos. No digo ni por un momento que la huida a esta vida más limitada no sea lo correcto para el individuo, como tampoco lo digo de la huida a un monasterio. Pero sí que es malo y artificioso todo lo que tienda a hacer a estas personas sucumbir a la extraña ilusión de que están entrando en un mundo que es más grande y más variado que el suyo propio. La mejor manera en que un ser humano podría examinar su disposición para encontrarse con la variedad común de la humanidad sería dejarse caer por la chimenea de cualquier casa elegida a voleo, y llevarse tan bien como sea posible con la gente que está dentro. Y eso es esencialmente lo que cada uno de nosotros hizo el día en que nació.

En esto consiste verdaderamente la aventura romántica, especial y sublime, de la familia. Es romántica porque es «a cara o cruz», porque es todo lo que sus enemigos dicen de ella, porque es arbitraria, porque está ahí. En la medida en que un grupo de personas haya sido elegido racionalmente habrá cierta atmósfera especial o sectaria. Cuando se eligen de manera irracional entonces uno se encuentra con hombres y mujeres sin más. El elemento de aventura empieza a existir; porque una aventura es algo que, por naturaleza, viene hacia nosotros. Es algo que nos escoge a nosotros, no algo que nosotros escogemos. E1 hecho de enamorarse ha sido a menudo considerado como la aventura suprema, el incidente romántico por excelencia. En la medida en que hay en ello algo que está fuera de nosotros, algo así como una especie de fatalismo alegre, esto es muy cierto. No hay duda de que el amor nos atrapa, nos transfigura y nos tortura. Rompe de verdad nuestros corazones con una belleza insoportable, como la belleza insoportable de la música. Sin embargo, en la medida en la que, por supuesto, tenemos algo que ver con el asunto, en la medida en la que de alguna forma estamos preparados para enamorarnos y en algún sentido para arrojarnos al amor, en la medida en que hasta cierto punto elegimos y hasta cierto punto juzgamos, en este sentido el hecho de enamorarse no es verdaderamente romántico, no es de verdad la gran aventura. En este sentido, la aventura suprema no es enamorarse. La aventura suprema es nacer. Allí nos encontramos de repente en una trampa espléndida y estremecedora. Ahí vemos de verdad algo que jamás habíamos soñado antes. Nuestro padre y nuestra madre están al acecho, esperándonos, y saltan sobre nosotros como si fueran bandoleros detrás de un matorral. Nuestro tío es una sorpresa. Nuestra tía es como un relámpago en un cielo azul. Al entrar en la familia por el nacimiento entramos de verdad en un mundo incalculable, en un mundo que tiene sus leyes propias y extrañas, en un mundo que podría muy bien continuar su curso sin nosotros, en un mundo que no hemos fabricado nosotros. En otras palabras, cuando entramos en la familia entramos en un cuento de hadas.

La aventura de lo inesperado

Este colorido, como el de un relato fantástico, debería pegarse a la familia y a nuestras relaciones con ella durante toda la vida. El amor es la cosa más profunda en la vida; más profundo que la misma realidad. Porque aun si la realidad resultara engañosa, a pesar de todo no se podría probar que es insignificante o sin importancia. Si los hechos fueran falsos, serían todavía muy extraños. Y este carácter extraño de la vida, este elemento inesperado y hasta perverso de las cosas tal como acontecen, permanece incurablemente interesante. Las circunstancias que podemos regular pueden hacerse mansas o pesimistas; pero las «circunstancias sobre las que no tenemos control» permanecen como teñidas de algo divino para aquellos que, como el señor Micawber, pueden invocarlas y renovar su fuerza. La gente se pregunta por qué es la novela la forma más popular de literatura; por qué se leen más novelas que libros científicos o de Metafísica. La razón es muy sencilla: es que la novela es más verdadera que esos otros libros. La vida puede a veces aparecer legítimamente como un libro científico. La vida puede a veces aparecer, y con mucha más legitimidad, como un libro de Metafísica. Pero la vida es siempre una novela. Nuestra existencia puede dejar de ser una canción; puede dejar de ser incluso un hermoso lamento. Puede que nuestra existencia no sea una justicia inteligible ni siquiera una equivocación reconocible. Pero nuestra existencia es, a pesar de todo eso, una historia. En el fiero alfabeto de toda puesta de sol está escrito, «continuará en el próximo». Si tenemos suficiente inteligencia, podemos terminar una deducción filosófica y exacta, y estar seguros de que la estamos acabando correctamente. Con poder cerebral adecuado podríamos llevar a cabo cualquier descubrimiento científico y estar seguros de que lo acabábamos correctamente.

Pero ni siquiera con la más gigantesca inteligencia podríamos terminar el relato más sencillo o el más tonto, y quedarnos seguros de que lo hemos terminado correctamente Ocurre así porque un relato lleva por detrás, no sólo la inteligencia, que es parcialmente mecánica, sino la voluntad, que en su esencia es algo divino. El escritor de una narración puede enviar a su héroe al calabozo en el penúltimo capítulo, si así lo desea. Puede hacerlo por el mismo capricho divino por el que el mismo autor puede ir al calabozo y después al infierno, si así lo escoge. Y la misma civilización, aquella civilización caballeresca europea que reafirmó la libertad en el siglo XIII, produjo lo que llamamos «ficción» en el XVIII. Cuando Tomás de Aquino afirmó la libertad espiritual del ser humano, creó todas las malas novelas que se encuentran en las bibliotecas circulantes.

Pero para que la vida sea para nosotros una historia o una historia de amor, es necesario que una gran parte de ella sea decidida sin nuestro permiso. Si queremos que nuestra vida sea un sistema, eso puede ser un fastidio; pero si queremos que sea un drama, es algo esencial. Puede ocurrir a menudo, sin duda alguna, que un drama sea escrito por alguien que no es muy de nuestro agrado. Pero nos gustaría todavía menos que el autor se presentara delante del telón cada hora más o menos y descargara sobre nosotros toda la preocupación de inventar por nuestra cuenta el acto siguiente. El ser humano tiene control sobre muchas cosas en su vida; tiene control sobre un número suficiente de cosas para ser el héroe de una novela. Pero si tuviera control sobre todas las cosas, habría tanto héroe que no habría novela. Y la razón por la que las vidas de los ricos son en el fondo tan sosas y aburridas es sencillamente porque pueden escoger los acontecimientos. Se aburren porque son omnipotentes. No puede tener aventuras porque las fabrican a su medida. Lo que mantiene a la vida como una aventura romántica y llena de ardorosas posibilidades es la existencia de estas grandes limitaciones que nos fuerzan a todos a hacer frente a cosas que no nos gustan o que no esperamos. En vano hablan los altivos modernos de estar en ambientes incómodos. Estar metido en una aventura es estar metido en ambientes incómodos. Haber nacido en esta Tierra es haber nacido en un ambiente incómodo, y por lo tanto, haber nacido en una aventura. De todas estas grandes limitaciones y estructuras que modelan y crean la poesía y la variedad de la vida, la familia es la más definitiva y la más importante. De ahí que sea malentendida por los modernos que se imaginan que la aventura podría existir en grado más perfecto, en un estado completo de los que ellos llaman libertad. Se creen que si un hombre hace un gesto sería algo sorprendente y asombroso que el Sol se cayera del cielo. Pero lo que es sorprendente y asombroso-la aventura romántica de la misma existencia del Sol-es que no se cae del cielo. Buscan estas gentes bajo toda forma y figura, un mundo donde no haya limitaciones-es decir, un mundo donde no haya contornos, esto es, un mundo donde no hay figuras-. No hay nada más despreciable y ruin que esa infinidad. Dicen que desean ser tan fuertes como el Universo, pero lo que realmente desean es que el Universo entero sea tan débil como ellos mismos.

domingo, 7 de julio de 2019

LA DEMOCRACIA COMO RELIGIÓN

La frontera del mal

Por Rafael Gambra



Fue Aldous Huxley, en su fábula futurista “Un mundo feliz”, quien sugirió que lo que llamamos un axioma —es decir, una proposición que nos parece evidente por sí misma y que por tal la aceptamos— se puede crear para un individuo y para un ambiente determinados mediante la repetición, millones de veces, de una misma afirmación. Para este efecto —la génesis artificial de axiomas y de dogmas— proponía la utilización, durante el sueño, de un mecanismo repetitivo que hablase sin interrupción a nuestro subconsciente, capaz, durante horas, de recibir y asimilar cualquier mensaje.

Este designio está, hoy, al cabo de medio siglo, muy cerca de la realidad, aunque sea a través de técnicas no exactamente iguales, como lo ha subrayado el propio Huxley en su “Retorno al mundo feliz”.

La realización más importante en este sentido a través de métodos de saturación mental por los mass-media ha sido, en nuestra época, el establecimiento a escala universal del dogma-axioma de la democracia. De esta noción —en su sentido individualista y mayoritario— se ha logrado hacer la piedra angular de la mentalidad contemporánea. Es decir, de lo que Kendall y Wilhelsenn han llamado la «ortodoxia pública» de nuestro tiempo. Esta expresión significaba para estos autores, el conjunto de bases conceptuales o de fe en que se asienta toda sociedad histórica, elementos que son, a la vez, ideas-fuerza para sus miembros y puntos de referencia para entenderse en un mismo lenguaje y convenir, en último extremo, en unos cuantos axiomas y dogmas que sólo los marginados o extravagantes exigirían fundamentar.

La consolidación del dogma de la democracia y de su axiomática ha sido, por supuesto, obra de muchos años, pero es ahora cuando conoce su vigencia universal. Ya, a fines de los años veinte, se daba por supuesto, en el lenguaje político español, que, a través de la dictadura del General Primo de Rivera, era obligado «volver a la normalidad constitucional (o democrática»). Hoy se supone para el mundo todo, desde la Europa más culta hasta la selva africana, que sólo unas elecciones «libres» (de sufragio universal) pueden justificar un gobierno ortodoxo. Cualquier otro gobierno recibirá el calificativo de «dictadura» y se llamará a cruzadas contra él, previa su denuncia universal, como violador de los «derechos humanos», que constituyen la apelación última que en otro tiempo se situaba en el juicio de Dios Uno y Trino. (Existen, por supuesto, determinadas tolerancias o concesiones en gracia a la perfección universal del cuadro: el mundo soviético o sovietizado y múltiples sultanatos árabes prescinden de toda consulta a la «opinión pública» y les basta con auto-titularse «populares» o «democráticos» para gozar de una suficiente inmunidad.)

No es preciso recordar que la constelación de principios que forman la ortodoxia democrática está muy lejos de la evidencia de los axiomas. Más aún, pienso que llegará un tiempo en el que los hombres se asombrarán de que la gobernación de los pueblos —y la educación en su seno de los hombres— haya estado confiada al sistema de opinión y mayoría. Algunos de estos principios son del calibre epistemológico que puede verse en las siguientes enunciaciones:



  El poder nace de la Voluntad General y no reconoce otro origen o título.

  La Voluntad General se identifica con la opinión pública en un momento dado.

  El voto de todos los ciudadanos tiene el mismo valor.

  El contenido de esa opinión se expresa en los nombres de los candidatos y de los partidos y en los slogans electorales.

  Los partidos y sus mass-media son los artífices de esa opinión.



De donde, como corolario obligado: las técnicas de publicidad y de influencia subliminal (el condicionamiento de reflejos, en suma) será lo que gobierne a los pueblos.

Sin embargo, esta serie de enormidades que constituyen la «ortodoxia pública» de la democracia ha sido admitida incluso por la Iglesia oficial de nuestros días. Así, cuando en España —o en cualquier otra democracia— sucede que troupes teatrales representan espectáculos sacrílegos o blasfematorios con subvención oficial, los prelados, en su mayoría, nada dicen, porque su intervención podría interpretarse «como una coacción a la libertad de expresión ciudadana». Y los que protestan no lo hacen en el nombre y por el honor de Dios, sino porque «tales espectáculos ofenden a una mayoría católica del pueblo español».  Es decir, en nombre de la Democracia y para su defensa.

Así, también, cuando las organizaciones tituladas católicas protestan contra la laicización de la enseñanza oficial y contra las leyes confiscatorias (o disuasorias) de la enseñanza privada religiosa, no lo hacen ya en razón de que la educación en país católico debe ser católica para todos (con las excepciones debidas a los declaradamente arreligiosos o de otras religiones). Se limitan a defender unos escaños confesionales dentro de la gran democracia que formamos («nuestra democracia» les oímos decir); esto es, defender el derecho de los grupos católicos que lo deseen a poseer escuelas confesionales.

Hasta tal punto ha penetrado el espíritu de la democracia liberal en la mentalidad de hoy y en su «ortodoxia pública» que el declararse no-demócrata o contrario a la democracia resuena en los oídos como en otro tiempo la apostasía expresa o la blasfemia. Muchos católicos que rehusarían el calificativo de socialista, o de divorcista, o de abortista —que, incluso, luchan contra estas ideas— no ven inconveniente alguno en declararse demócratas o liberales, y militar en partidos bajo estas denominaciones.

Sin embargo, una vez admitida la Voluntad General como fuente única de la ley y del poder —y negada toda otra instancia inmutable de religión con el más allá—, ¿qué lógica podrá oponerse a la socialización de los bienes o de la enseñanza, a la ruptura del vínculo matrimonial, a las prácticas abortistas o la eutanasia, si tales designios o supuestos derechos figuran en el programa del partido mayoritario? La democracia moderna, con su aspecto equívoco y aceptable es, en realidad, la llave y la puerta para todas esas aberraciones y las que les seguirán.

Y es que, en el campo de los males, como en el de los bienes o valores, existe una jerarquización que podemos establecer sin más que recurrir, por vía de negación, a las Tablas de la Ley. Así, podemos ver que la socialización de los bienes o de la enseñanza se opone al séptimo mandamiento (no hurtar) y ataca directamente a la familia, institución de origen divino; el divorcio se opone a esa misma institución y, generalmente, al noveno mandamiento (no desear la mujer del prójimo); el aborto y la eutanasia atentan contra el quinto mandamiento (no matar)...

Pero la raíz misma de la democracia moderna se opone al primero y principal de esos mandamientos, aquel al que se reducen los demás: «amarás al Señor, tu Dios, por encima de todas las cosas». Propugnar la laicización de la sociedad (negarle un fundamento religioso) y derivar la ley de la sola convención humana equivale a cortar los lazos de la convivencia humana respecto de Dios, a negar la religión (o re­ligación del hombre con su Creador). Las transgresiones de aquellos otros mandamientos pueden, en casos, ser pecados de debilidad: sólo la trasgresión de éste es pecado de apostasía.

De aquí el martirio aceptado sin vacilación por los primeros cristianos en la Roma imperial. Ellos disfrutaban en su tiempo de una situación de «libertad religiosa»; es decir, no eran condenados por practicar su culto. Un status parecido al que otorga la democracia moderna a las confesiones religiosas, aunque con distinto fundamento. Los romanos admitían en su politeísmo a todos los cultos y divinidades. No hubieran tenido inconveniente en admitir al Dios cristiano entre las divinidades del Capitolio y autorizar libremente el culto cristiano. Pero con la condición para los cristianos de reconocer, al menos tácitamente, el politeísmo y de adorar al Emperador como símbolo y garante de la religiosidad oficial. Y aquellos cristianos que se mostraban en lo demás como buenos ciudadanos, preferían el suplicio y las fieras del circo antes de renegar de la unicidad topoderosa del verdadero Dios.

Situación semejante es la de los católicos dentro de un país de Cristiandad ante la aceptación voluntaria de la democracia moderna. Con el agravante de que aquí el status de libertad no se apoya en una distinta concepción de la religión, sino en una negación de ésta, de toda religión, que pasa a considerarse como asunto privado u opinión. No es ya una religión falsa, sino un antropocentrismo o culto al Hombre. Hoy no hay que reconocer como dios al emperador sino a la Constitución. Ciertamente que en la democracia no se exige de modo tan rotundo ese reconocimiento bajo forma de adoración, y el caso se presta a interpretaciones o «arreglos de conciencia». Pero para quien esa aceptación no sea obligada ni formularia, sino acto voluntario a través de la adhesión al sistema o a un partido, el caso es objetivamente más grave que para los cristianos de Roma.

Tales reconocimientos se oponen también a las dos primeras peticiones que formulamos en el Padrenuestro, la oración que el propio Cristo nos enseñó: «santificado sea tu Nombre; venga a nosotros tu Reino». El demócrata liberal las sustituye implícita (o explícitamente) por «eliminado sea tu Nombre; venga a nosotros la secularización, el reino del Hombre». Y se oponen, en fin, a las dos últimas enseñanzas que Jesucristo Nuestro Señor nos dejó en su vida mortal antes de ser conducido al suplicio: cuando ante la autoridad civil (Pilato) y ante la religiosa (Caifás) afirma la Verdad y la autoridad de origen divino.

La democracia liberal se presenta así, bajo su verdadera luz, como la frontera del mal; aquella línea de demarcación que, traspasada, nos sitúa fuera de «los que pertenecen a la Verdad»; es decir, en el reino de los que, por aclamación popular, obtuvieron la muerte de Cristo. El reino en que no se habla ya de verdad ni de autoridad, sino de opinión y de pueblo. En el que los creyentes en El sólo pedirán unos escaños en el seno del pluralismo laicista para vivir tranquilamente su fe sobre una apostasía inmanente.

Pero acontece que la negación de Dios acarrea como corolario inevitable la negación del hombre: ¿Qué podrá construirse en la ciudad humana sobre la arena movediza de la opinión y del sufragio? ¿Qué dejará tras de sí la sociedad democrática en la que el hombre sólo se sirve a sí mismo? Eliminado de raíz el Fin Supremo y la re-ligación con Él, ¿Cuánto durarán los fines subordinados y una vida que no conduzca al marasmo del hastío y de los vicios acumulados? Es ya la sociedad que tenemos ante nosotros, eminentemente en los países más desarrollados económicamente: la sociedad en la que sobran los medios de vida, pero falta una razón para vivir.

«Los pueblos, las civilizaciones —se ha dicho—- son como unos extraños navíos que hunden sus anclas en el Cielo, en la Eternidad». La democracia liberal está consumando la ruina de nuestra civilización y, por contagio, de toda otra civilización. Porque la civilización cristiana (o clásico-cristiana) no ha sido sustituida por otra, sino por una anti­civilización o una disociación que, si pervive, es a costa de los restos difusos de aquella cultura originaria, de aquel —hoy combatidísimo— orden de las almas.

Se evidencia así que ninguna concepción del orden político puede resultar más letal o aniquiladora para la comunidad humana que la democracia moderna o «sociedad abierta» (open society). Postular una sociedad sin fe y sin principios, sin normas estables, neutra, carente de puntos de referencia, dependiente sólo de la opinión pública y de la utilidad del mayor número, es como abrogar la disciplina de un navío, olvidar su nimbo y el orden de las estrellas, abandonarla a la deriva. ¿A dónde se dirigirá tal navío? ¿En qué lenguaje se entenderá su tripulación? ¿Cómo capeará las tempestades? ¿Qué justificará su misma unidad y su existencia?

Cuando, por ejemplo, el Presidente de la República francesa —o de cualquier otra democracia moderna— apela al heroísmo de la Legión para resolver un conflicto armado grave, ¿en nombre de qué lo hace? ¿Con qué derecho? Si nada existe fuera del interés de los ciudadanos y de la opinión mayoritaria, ¿cómo exigir a hombres jóvenes que entreguen todo lo que poseen, su vida? Sólo por un recurso inmoral a normas, creencias y valores permanente, que la propia democracia niega, podrá recurrir a tales medios de coerción y de supervivencia.

Cabría una objeción en nombre de la universalidad de la razón. Si toda sociedad histórica, para su simple existencia y perduración, precisa tener su asiento en una fe y en un fervor colectivos, en unas nociones de lo que es sagrado y es recto, de lo que es el deber y el sentido del sacrificio, ¿supondrá esto que cada civilización es impenetrable intelectual y emocionalmente para quienes no forman parte de su tradición o de su herencia? ¿Habrá de asentirse al dictado de Spengler, de Toynbee y de determinados estructuralistas para quienes las culturas son sistemas cerrados, cuyo sentido es inmanente a un sistema intransferible de puntos de referencia?

Nada autoriza tal conclusión. La razón es una instancia capaz de penetrar todo lo que es puramente humano e, incluso, dentro de ciertos límites, el orden mismo del ser. La civilización occidental de origen cristiano —nuestra civilización histórica— ha sido la encargada de demostrar en la práctica esta capacidad de la razón. Su fe —nuestra fe— se ha predicado ya en todos los ámbitos de la tierra y ha arraigado, en mayor o menor grado, en las civilizaciones más dispares. Su ciencia, su técnica, sus categorías mentales y sus imágenes de comportamiento —básicamente racionales, antimíticas— se han extendido a todo el mundo, penetrándolo en buena parte. Sea como cultura superpuesta, sea como injerto cultural, puede hoy decirse que una sola cultura —la occidental— es la cultura común del planeta.

Sin embargo, y paradójicamente, esta planetarización de una cultura racional sólo pudo realizarse a través de una civilización determinada —la occidental—, civilización que, como todas, nació de una fe —de un anclaje en la eternidad—, y se edificó sobre unas normas y unos valores morales. Y ello porque, en sentencia filosófica, operari sequitur esse, el obrar sigue al ser: no se expande una civilización sin antes ser, existir. Y si sólo en este caso ha sido posible el efecto de una difusión en cierto modo universal fue, precisamente, porque tal civilización se apoyó, originariamente en la Religión Verdadera.

En la renuncia a esos orígenes se encuentra la raíz última de la crisis en que se debate la sociedad occidental. Crisis no circunstancial sino degenerativa, extendida en forma de rebelión generalizada, y, por vía de contagio, a otras civilizaciones, incluso a la propia naturaleza invadida y contaminada. La expresión de esa renuncia a todo anclaje sobrenatural es la democracia liberal; más aún, que renuncia, negación de toda trascendencia, erección de la sociedad del Hombre y para el Hombre.

Porque esa llamada «sociedad abierta» —la de los “Derechos humanos”— ignora el primero y principal de los derechos del hombre, que es el de buscar la verdad y servirla, el de fundamentar en ella su vida y el perdurable rumbo de su periplo terrenal.



Rafael Gambra, Revista Roma Nº 89, Agosto 1985

lunes, 17 de junio de 2019

EL PADRE CASTELLANI SOBRE CAPITALISMO, COMUNISMO Y LA SOLUCIÓN CRISTIANA


COMENTARIO A LA ENCICLICA CARITAS IN VERITATE



Hemos llegado a este estado absurdo: escasez en medio de la abundancia; pobreza en medio de las riquezas; hambre en medio de la superproducción de alimentos. Escasez artificial… y criminal… La famosa cuestión social.
El problema político y social más importante de nuestros tiempos es la existencia de un proletariado.
Proletario, es el hombre que depende para vivir de un salario ajustado, el cual además le puede faltar en cualquier momento.
Es degradante para el alma humana tener atados sus pensamientos, que le son necesarios para ir más arriba, por la molienda del sustento cotidiano y el temor del porvenir, la vejez, los eventos desdichados y la miseria.
Lo que perturba al proletario actual es, tal vez, más la inseguridad que la falta de dinero en sí misma. La pobreza es una bendición, porque es un Purgatorio; pero la miseria es un Infierno.
Este estado de millones de hombres depende de una situación de la economía que fomenta la reunión de los medios de producción en pocas manos, lo cual se llama Capitalismo.
Tan importante es este problema que la guerra más grande que han visto los siglos ha girado en torno de él… y seguirá girando…
El Capitalismo era un orden inestable que debía desaparecer necesariamente, porque es imposible que el hombre viva en esas terribles condiciones, entre guerras mundiales, guerras civiles, luchas de clases y ensayos de solución como el Fascismo y el Comunismo.
Las ilusorias "libertades" del Liberalismo han sido barridas por la "economía".
En el corazón del Capitalismo está la usura, dijo León XIII; y en el corazón del Comunismo está la venganza y el resentimiento.
Y el universo está hoy amenazado por una guerra inmensa entre los malos ricos y los malos pobres; o sea, los que en su corazón, tanto unos como otros, "sirven a las riquezas", como dijo Jesucristo.
La avaricia y la codicia tienen la culpa de los que hoy mueren de hambre. La codicia y la avaricia se han organizado férreamente en un sistema económico y político en Occidente; y ha sido sustituido por otro sistema peor en Oriente.
Los malos efectos del Capitalismo los conocemos todos, puesto que los sufrimos: desde la ineficacia de los Gobiernos, encadenados por el poder del dinero, hasta las grandes guerras modernas.
Pero las causas de esos males, no todos las ven ni son fáciles de ver. Están estudiadas en las Encíclicas Sociales de los Sumos Pontífices, de las cuales la primera, "Rerum Novarum" de León XIII, sigue siendo la mejor, la más breve y elegante. En un solo párrafo enumera los males del Capitalismo, sin usar esta palabra que usó más tarde Pío XI, pero ahí está todo:
- lo que trajo el Capitalismo, a saber la destrucción de los antiguos Gremios, la laicización de los Estados, el amontonamiento de riquezas en manos de pocos, la ruina de las pequeñas industrias y del comercio para dar paso a los monopolios;
- y después señala el fondo de toda esta férrea organización, que es la usura; no ya la usura superficial de los que llamamos con desprecio usureros; sino la usura de fondo de los que llamamos con respeto "financistas"…
Esta usura de fondo podemos resumirla en tres operaciones principales:
Primero, hacer pasar al Dinero como productor, siendo así que sólo es instrumento del Trabajo.
En efecto, el Dinero es un instrumento, por el que se compran máquinas y materia prima; pero sin el Trabajo no puede producir nada.
Un peral produce peras y una vaca produce terneros; pero la moneda no pare monedas: el trabajo es quien produce.
El Capitalismo invirtió esta relación, hizo al trabajador un instrumento y al Capital el productor, atribuyéndole toda la ganancia, y dándole al obrero solamente lo necesario para que viva; y hoy día, que los obreros se han organizado, lo necesario para que se queden quietos; pero ya no se quedan nunca quietos, porque muchos de ellos son malos pobres…
Segundo, convertir al Trabajo y al Dinero en mercancía, y comerciar, no solamente con el Dinero, sino con el Crédito, que es la sombra del Dinero.
Este proceso tiene una larga historia, mucho más compleja de lo que digo, pero esto es el fondo.
Después que consiguió comprar Trabajo, el Capitalismo empezó a vender Dinero, porque ya el dinero es una cosa viva que engendra dinero. Y, lo que es peor aún, a vender la sombra del dinero, el Crédito: a vender dinero que de hecho no existe.
Aparecieron todas esas engañifas y estafas, que nosotros ni entendemos: estrangulación del mercado, alocamiento del mercado, maniobras con los valores, especulación, etc., a cargo de las Bolsas, los Bancos y los Grandes Prestamistas y Empresarios; acompañadas por los crímenes políticos que se condensan en una sola palabra: Soborno.
Uno se queda abismado por la cantidad de crímenes ocultos que cubre ese brillante telón llamado "los Grandes Negocios".
Tercero, apoderarse, solapadamente o no, de los resortes del poder público a fin de mantener en pie la férrea armadura.
Y así viene necesariamente la guerra: la lucha de clases entre patronos y obreros; la lucha entre sí de los patronos, la competencia entre los grandes monopolios y las grandes Bancas; y después la guerra entre Naciones, o mejor dicho entre Continentes enteros, que ya conocemos.
Verdad que en estas guerras mundiales intervienen otros factores, pues son también "guerras religiosas", ideológicas, heréticas; pero en la base está ese miserable vicio de la avaricia y de la codicia del dinero.
La Solicitud terrena, pasando por el Sistema Capitalista y el Sistema Bancario, nos ha conducido a este estado absurdo de escasez en medio de la abundancia… la famosa Cuestión Social…
La Cuestión Social es difícil, justamente porque es "social" en pleno; no concierne a los patrones y obreros, o empleadores y empleados, solamente, sino a toda la sociedad, incluso al clero.
¿Quién puede arreglar todo esto? Solamente Cristo y su Iglesia pueden arreglarlo… o el Anticristo, pero por medio de una falsa solución…
La Cuestión Social provocada por el Capitalismo tiene una sola solución: la tradicional, la católica. El demonio ofrece dos subterfugios: la socialista, y la estatista
La revolución socialista considera la propiedad privada un mal en sí mismo y propone convertirla toda o casi toda en "Propiedad Pública", es decir, poner los medios de producción (tierra y capital) en manos de políticos que los administren en bien de todos.
La solución tradicional considera un bien la propiedad privada, y un mal su desmenuzamiento infinitesimal (minifundio) y su acaparamiento en manos de una minoría de millonarios y una minoría de monopolios irresponsables y antisociales.
Esta solución propende a romper la rueda infernal de la proletización por el surgimiento de una nación de propietarios. Hubo un largo tiempo en que eso existió y el mundo nunca fue más feliz. De ese tiempo desciende toda nuestra civilización.
Existe una tercera propuesta, que está en curso de actuarse por sí sola o por la fuerza de las cosas, y que consiste en ir proporcionando al proletario su seguridad a costa de su libertad, sin tocar la propiedad privada latifundaria; o sea, en ir aproximándose en forma latente al Estado Servil o esclavista en que estuvo el mundo durante miles de años antes del advenimiento del Cristianismo y bastante años después de advenido.
La actual sociedad se va paganizando, y por lo tanto retornan a ella los crudos conflictos del paganismo en todos los órdenes.
Los paganos resolvieron la cuestión social por medio de la Esclavitud; y la sociedad moderna camina de nuevo a la esclavitud; a una esclavitud larvada llamada por Belloc el "Estado Servil".
El mundo moderno ha oído hasta de sobra las palabras de Cristo, y no las ha puesto por obra; y de ahí vienen las "villas miserias", o "the slums" o "la zone", o "el bajo" de las ciudades modernas; cosa que no conocieron las ciudades antiguas. De ahí vienen muchos otros desastres y ruinas.
El antiguo orden económico cristiano fue destruido; y la economía, insuflada por la avaricia, se volvió loca; y la política perdió un tornillo, si no todos.
El mundo comenzó a debatirse en conflictos universales y. . . apocalípticos. Bien dicho está que "la ruina fue tremenda".
En efecto, dos sistemas económicos, que son también políticos e incluso religiosos (es decir antirreligiosos) , el Capitalismo y el Comunismo, lucharon con todas las armas durante decenios por imponer al mundo su forma; la cual es deforme; porque el uno se basa en el abuso de la propiedad privada, y el otro en su eliminación.
Entre los dos ha surgido un tercero, el "Neocapitalismo yanqui", que es una combinación tramposa de los otros.
Este Neocapitalismo pretende que con la adquisición de "acciones de fábricas" los obreros se vuelven propietarios y su nivel de vida es el más alto del mundo; superándose así a la vez al Capitalismo y al Comunismo.
La respuesta está a mano: los obreros se convierten en propietarios sin voto efectivo, o sea no-propietarios; pues propietario es el que puede dirigir lo suyo, mandar en lo "propio"; y el alto nivel de vida de EE. UU. se obtiene a costa del bajo nivel de vida de otras naciones; Yanquilandia hoy día traspasa su propia inflación a otras naciones sonsas.
Lo que llaman Neocapitalismo es un fenómeno curioso, una mezcla producida por la presión de los otros dos sistemas, cuyo resultado llamaremos (bárbaramente) Servilización Paternalista del Pobre.
Con ella el obrero industrial va reduciéndose al "estado servil" o del esclavo de los tiempos paganos en una forma refinada y oculta: obtiene la seguridad a costa de la libertad.
Es como si el Patrón dijera: "Tendrás la subsistencia toda tu vida; hospital, dentista y cine; pero trabajarás para mí toda tu vida; para mí y no para otro; en esto y no en lo que se te antoje. Mis Parlamentos te van a hacer una maravilla de Leyes Protectoras del Obrero, y mi señora será miembro de la Sociedad de Damas Capitalistas Protectoras del Hijo del Obrero"…
Esa era justamente la condición del esclavo antiguo, el cual por lo general no era maltratado, al contrario, era cuidado como una cosa de valor, como un buey o un caballo.
Es un Estado en el cual los trabajadores (incluso los intelectuales) son asegurados de su subsistencia a trueque de su libertad, o sea, trabajando forzadamente toda su vida en provecho de los amos.
A este estado de cosas, la "condición servil", se encamina el mundo moderno.
En suma, el resultado de la liquidación del Capitalismo debía conducir, necesariamente, una de estas tres cosas: el Comunismo, la Propiedad o la Esclavitud. Quiere decir, en términos históricos, que el mundo no tenía más caminos que volver al Paganismo, volver al Cristianismo o caer en una Sociedad Nueva, actualmente en ensayo, que para un creyente no puede ser otra que la Sociedad del Anticristo.
El estado legal de esclavitud ha comenzado ya en el mundo sin ser advertido, a no ser por las mentes más penetrantes; claro está que no con el nombre de esclavitud, que repugnaría a nuestros atavismos cristianos, pero sí con los nombres simpáticos de Reformas Sociales o Leyes Obreras.
La situación del obrero actual se encamina a ser peor que la del esclavo antiguo; aquél trabajaba toda la vida en provecho de otro a cambio de la seguridad de la subsistencia y la posibilidad de la manumisión. El obrero moderno, en cambio, carece de hecho de estas dos últimas ventajas. La libertad política que se pretende haberle dado modernamente es enteramente ilusoria: no hay verdadera libertad política, ni tampoco dignidad humana sin manera alguna de propiedad.
Estos principios permiten juzgar con seguridad las pretendidas reformas sociales sacadas a luz como grandes novedades por los hombres prácticos especializados en previsión social.
No es muy difícil: si encaminan hacia la redistribución de la propiedad y la multiplicación de los propietarios, son buenas; si no encaminan a eso, no lo son.
Aumentos de salarios, seguros sociales, cajas de jubilaciones, arbitraje obligatorio, salario mínimo, sanatorios obligatorios, dentistas gratis, bolsas de trabajo, etc., de suyo ni siquiera tocan el problema del proletario; y si lo tocan a expensas de su libertad, entonces son dañinas y no benéficas, pues lo orientan a la peor solución de todas, que es el restablecimiento legal y larvado de la antigua esclavitud.
Hay que decir, pues, a los obreros lo que ellos ya sienten instintivamente, a saber: la jubilación es una estafa, los seguros sociales son una patraña, los aumentos de salarios son una paparrucha.
Los verdaderos progresos sociales se verifican en la línea de la libertad de contrato, libertad de asociación gremial y derecho de huelga, junto con una educación moral que capacite a las masas a gozar de la libertad sin abusar de ella.

Solución Cristiana de la Cuestión Social


Si Cristo puede arreglar la Cuestión Social, ¿por qué no la arregla? Cristo la arregló ya viniendo al mundo, predicando su doctrina y muriendo por ella.
Durante los diez siglos de Cristiandad europea no se morían de hambre, no había desocupación, no había miseria, cada uno estaba contento en su lugar, el campesino no envidiaba al Rey, más bien los Reyes Santos envidiaban a los campesinos.
Si había miseria y hambre, era por causas accidentales, por una peste o por una invasión de los bárbaros que quemaban, destruían y rapiñaban, y al fin eran vencidos; pero no había miseria y hambre como ahora, en virtud de las mismas estructuras sociales: ahora hay una peste continua y un incendio continuo.
Y, ¿no lo arreglará de nuevo Cristo? Puede ser, yo no lo sé. Depende de nosotros, depende en gran parte de la conversión de Europa a Cristo.
Renan ha dicho que "Cristo no dio soluciones de la cuestión social, porque todo su interés fue salvar las almas individuales y no reformar la sociedad ni hacer política alguna; pues su idílica moral individual de campesino galileo no percibía los condicionamientos sociales ni los problemas colectivos…" (Vie de Jésus).
Esta opinión es un error. En la doctrina que enseñó Jesucristo por medio de la Parábola de los pájaros y los lirios está la solución de la decantada "cuestión social". El problema social de la lucha de clases por el dinero desaparecería cuando la sociedad pudiese decir a sus miembros las palabras de Jesucristo: "No andéis ansiosos por vuestra vida, qué habréis de comer; o por vuestro cuerpo qué habréis de vestir: la comunidad tiene cuidado de eso. Servid a la Patria libremente como caballeros y la Patria cuidará de vosotros como madre…
Parece que hay aquí un circulo vicioso; pues ni la sociedad ni el individuo pueden dar con seguridad el primer paso. Si el individuo tiene que esperar para despreocuparse que la sociedad sea perfecta…; y la Sociedad no puede serlo si antes no lo son sus miembros…, parece que estamos en plena utopía idílica.
Pero Jesucristo rompió ese círculo, invitó a las más fervientes, espirituales y corajudos a dar el salto, a renunciar a todo osadamente, por puro amor de Dios, para imitarlo a El, sin seguridad previa sino la de la Providencia, a sus riesgos y peligros, "a embarcarse en canoas escoradas", como dice Kierkegaard.
Jesucristo lanzó a la brecha una pequeña falange de héroes; los cuales con su vida de pobres voluntarios: 1) prueban que la cosa es posible, vivir "como las aves del cielo y las flores del campo"; 2) incitan con su ejemplo a los demás al despego y la confianza; 3) viviendo con lo mínimo, regalan el resto a los demás; dejan mayor margen de bienes temporales a la humanidad en general, pues, paradojalmente, nadie da más que el que poco tiene, y el que todo lo deja mucho regala.
A estos dos puntos (el mandato de huir la solicitud, madre del temor, la avaricia y la explotación del trabajo ajeno, y el consejo de la pobreza voluntaria), se añade el "Vœ vobis divitibus", es decir, los tremendos anatemas de Cristo a las riquezas y a las ricos.
Haciendo sospechosas y peligrosas a las riquezas superfluas, Cristo opone a su tremenda atracción natural el contrapeso religioso; facilitando de ese modo su distribución justa, en la medida posible a la dañada naturaleza humana.
Estas tres formidables palancas crearon lentamente en la Cristiandad lo que hoy llaman "Justicia Social", primero en la práctica que en la teoría; y suscitaron fuertes estamentos o instituciones que iban poco a poco acercándose al ideal de la Sociedad que cuida de sus miembros.
Si hoy en día, en que el Estado se va convirtiendo en uno de los primeros explotadores, esto parece puro lirismo, la culpa no la tiene Jesucristo; y las catástrofes que hemos visto, y las que nos amenazan, han dejado intactas y valederas todas sus palabras
La solución tradicional es dificilísima de actuar en el mundo moderno descarriado, por la sencilla razón de que las otras dos están en la línea de menor resistencia y son más fáciles, por lo mismo que son falsas: para enderezar a uno que está en la cuneta, hay que cinchar, para hundirlo del todo basta empujar un poco.
Tal solución es imposible sin una previa o simultánea resurrección de la Fe, con un restablecimiento de la Iglesia; dado que la pérdida de la Fe ha sido lo que posibilitó en Europa el advenimiento del Capitalismo y después su orientación al inminente Estado Servil.
Para el teólogo todas estas cuestiones sociológicas tan complicadas son muy sencillas, él las arregla con un texto: "Nadie puede servir a dos señores. Así pues no podéis servir a Dios y a las Riquezas."
La alternativa que puso Cristo al servicio de Dios fue la esclavitud a las Riquezas. No dijo la lujuria, la ambición, la pereza…; el otro Amo, fatal y necesario, es Plutón…

El Reino de Cristo

 Así, pues, la Cristiandad dejó de servir a Dios y cayó bajo el yugo de la avaricia, de la usura, del dividendo, del Mal Rico del Evangelio.
Algunas naciones hoy día han liquidado simplemente a Dios y han aceptado tranquilamente como amo al Dinero, es decir, la sangre del pobre, la sangre del Pobre de los Pobres, vendida por 30 siclos de plata; y lo terrible es que hasta ahora les ha ido muy bien el negocio…
Otras naciones, en cambio, están todavía fluctuantes entre los dos señores, lo cual no vayan a creer que es mucho mejor que lo otro. Porque tenía razón en cierto modo Monseñor Claudio, cuando repetía antes de morir, hablando de los católicos liberales: "El que le enciende una vela al diablo, le enciende una vela al diablo; pero el que le enciende una vela a Dios y otra al diablo, le enciende tres velas al diablo."
Es curioso que cuando los Estados se volvieron virtualmente ateos y dijeron "La religión es asunto privado", la irreligión se convirtió en asunto público; y cuando los Reyes dijeron a los súbditos que no tenían por qué pensar en la salvación de las almas, ellos tuvieron que empezar a pensar en la salvación de sus cabezas coronadas…
La pálida sonrisa con que Cristo subió a los cielos (patente en aquellas palabras "¿Incluso vosotros no creéis todavía?") se ha ido desvaneciendo al correr de los siglos, al ver que el mundo fracasa cada vez más a medida que sigue sus enseñanzas cada vez menos. Y si nos dejó con una sonrisa triste, no volverá sino con un trueno.
El Capitalismo teórico (de Adam Smith o Bentham) pretendió convertir el mundo en un Edén por medio de la abundancia obtenida por la superproducción. Y no se puede negar que él es el mejor medio para obtener la mayor producción, que no es lo mismo que la mayor felicidad humana colectiva.
El Capitalismo fracasó, pues dos Guerras Mundiales, una guerra internacional latente (guerra fría), y otra caliente que se prepara y aterroriza al mundo, y la guerra civil permanente de "la lucha de clases", le han dado un desmentido como un bofetón.
En los años 1950-1988 el suceso dominante de la vida política del mundo era una la pulseada diplomática entre Rusia y Estados Unidos, con la amenaza de una enorme guerra; el desafío bélico entre Capitalismo y Comunismo, esos dos grandes movimientos mundiales. Pues bien, era el Liberalismo en pugna con su hijo el Comunismo…
El Modernismo los coaliga, los fusiona al fundente religioso…Era previsible, e incluso probable, al menos para el filósofo bien pensante, que el Comunismo no se convertiría, sino que se fusionaría con el Liberalismo y el Modernismo, para formar la trenza del Anticristo.
Walter Rathenau ocupó el Ministerio de Relaciones Exteriores de Alemania en 1922 y poco después fue asesinado por dos oficiales de la Marina, quienes lo tenían por la más conspicua expresión germana del entendimiento entre el Gran Dinero y el Comunismo. En 1909 Rathenau había escrito: "Trescientos hombres, que se conocen todos entre sí, dirigen los destinos económicos del Continente y se buscan sucesores entre quienes los rodean." Y cuando tenían lugar las conversaciones de paz en Versalles, al fin de la Primera Guerra Mundial, expresó sin rodeos cuál es la naturaleza del "Orden" que pretende instaurar el Gran Dinero: "Se acabaron las naciones, las fronteras, los ejércitos… Se acabaron la herencia, la riqueza, las diferencias de clase… Se acabaron la Patria, el Poder y la Cultura… Las naciones deben transformarse en sociedades anónimas, cuyo objeto esencial será «satisfacer abundantemente las necesidades del Individuo»; sociedades en que la propiedad será totalmente despersonalizada y en que las colectividades humanas obedecerán a una autoridad superior más poderosa que todos los poderes ejecutivos, puesto que dispondrá de la administración económica del mundo".
Este designio no se puede lograr sin la ayuda de una Religión universal espuria. El Apocalipsis (18, 9-24) muestra que una Gran Ciudad, fastuosa y prostituida, dominará el mundo en virtud del poder del Dinero y de una Religión falsificada, digamos sin temor, de un Cristianismo adulterado.
La Gran Babilonia apocalíptica posee los rasgos propios del Capitalismo: el principado de los Mercaderes, que son los que realmente gobiernan hoy día a hurtadillas y con engaños; las hechicerías del lujo, el placer y la comodidad que encandilan a las masas; y al final, que es cuando Dios hiere, el homicidio, la guerra y la persecución, como medio de sostenerse…
La Gran Babilonia irá a su perdición cuando su iniquidad haya subido hasta el trono de Dios; es decir, cuando haya falsificado la Religión en su servicio.
El Dinero es hoy el Dueño del Mundo… Pero cuando el Dinero manda en una sociedad, es signo de que el Diablo se adueñó del Dinero… "Todo esto es mío, y te lo daré, si postrado me adorares."
La revelación de San Juan en su Apocalipsis nos ofrece la consumación del misterio de la Babilonia política. Después que Satanás es arrojado sobre la tierra e inicia allí la gran tribulación, sabiendo que le queda muy poco tiempo, San Juan ve surgir del mar una Bestia que tiene diez cuernos y siete cabezas, parecida a un leopardo, con pies de oso y boca de león: el Anticristo.
Según nos revela San Juan, el misterio del Anticristo es el espíritu de apostasía de los que antes estaban en la fe y niegan la Venida de Cristo en carne, ya en el pasado, ya en el futuro.
Este espíritu de apostasía, poseído por muchos, culminará en la persona del Anticristo. En él se concentrará y consumará el misterio de Babilonia, tanto en su aspecto religioso, como en su aspecto político, pues su reino apóstata será sostenido por un imperio político que abarcará al mundo entero.
Este misterio de una Babilonia alegórica parece ser la culminación del misterio de la iniquidad revelado por San Pablo en II Tess. 2:7, refiriéndose tal vez a alguna potestad instalada allí como capital de la mundanidad y quizá con apariencias de piedad como el Falso Profeta.
En el Apocalipsis hay señalada con toda claridad una gran potencia política y una gran potencia financiera en la persona de la Gran Ramera, que significa la religión adultera­da.
La potencia política está significada por la Bestia bermeja, con sus siete cabezas y diez cuernos, que representan un gran imperio pagano y satáni­co: es la Bestia que surgió del mar.
La potencia financiera está representada no sólo en el oro y las gemas que cubren a la Ramera, sino sobre todo en el llanto que hacen cuando ella es destruida todos los negociantes de la tierra. Es, pues, una ciudad financiera capitalista: el imperio y centro del capitalismo mundial.
La Gran Ramera representa tres cosas concretas que serán, y ya comienzan a ser, una misma, y se implican mutuamente: 1ª) la última herejía, 2ª) la urbe donde esa herejía tendrá su cabeza, 3ª) el imperio que esa urbe gobernará, el fenicianismo.
La fornicación significa la religión idolátrica del Estado, que se convertirá después en la religión sacrílega del Anticristo. Las palabras fornicación, adúltera, prostituta, ramera y semejantes, se hallan alrededor de 100 veces en los antiguos Profetas con el significado de idolatría, y aplicadas solamente a Jerusalén, jamás a Nínive, Babel o Menfis. Israel es la Esposa o la Prometida de Dios…
¿Qué ciudad es ésta, finalmente? No lo sabemos: no calzan sus notas a las actuales urbes. Las notas que San Juan dibuja son: 1ª) una ciudad capitalista con un poder mundial; 2ª) un puerto de mar; 3ª) cabeza o centro de una religión falsificada, idolátrica o política.
La Mujer oprime a la Bestia y no la propicia; pero los diez cuernos (o reyezuelos) la destruyen en un día y ponen toda su potestad al servicio de la Bestia.
Aborrecerán ellos mismos a la Ramera que había sido el objeto de su pasión y cuya caída deplorarán luego. Vemos así cuán admirablemente se vale Dios de sus propios enemigos para realizar sus planes y sacar de tantos males un inmenso bien como será la caída de la Gran Babilonia.
De este modo, esta potencia anticristiana en el orden espiritual perecerá a manos de la otra fuerza anti­cristiana del orden político, la cual a su vez, con todos los reyes coligados con ella será destruida finalmente por Cristo:
"Después de esto vi bajar del cielo a otro Ángel, que tenía gran poder, y la tierra quedó iluminada con su gloria. Clamó con gran voz diciendo: «¡Cayó, cayó la Gran Babilonia! Se ha convertido en morada de demonios, en refugio de toda clase de espíritus inmundos, en guarida de toda clase de aves inmundas y aborrecibles. Porque del vino de su furiosa fornicación han bebido todas las naciones; y los reyes de la tierra han fornicado con ella, y los mercaderes de la tierra se han enriquecido con su lujo desenfrenado.» " (18:1-3)
El Reino es aún futuro; y el "día del Señor", es decir, el Reino de Cristo, no vendrá sin que antes en la tierra se descubra la apostasía y se manifieste el hijo de perdición que, llegando a sentarse en el Lugar Santo, proclamará de sí mismo que es Dios, haciéndose adorar por todos los habitantes de la tierra cuyos nombres no están escritos en el Libro de la Vida.
Y entonces, sólo entonces, vendrá Jesús como Rey de reyes y Señor de señores, y matará al inicuo con el aliento de su boca.
Esta repentina aparición de Cristo en esa noche de espantosa apostasía y desolación, será como la piedra vista por Daniel, que de pronto se desprende del cielo hiriendo los pies de la estatua, es decir, los diez reyes del Apocalipsis.
La destrucción del Anticristo marcará el triunfo de la Iglesia y el comienzo de la manifestación de los hijos de Dios en el Reino de Jesucristo.